domingo, 22 de junio de 2014

Ya son las cinco de la tarde.

Habíamos cambiado el verbo estar por el verbo tener, pero no teníamos nada y aun menos estábamos juntos. Las calles mojadas se estrechaban, hasta tal punto que teníamos que caminar en fila india. Las cervezas se quedaban escasas, mientras el ron no paraba de llegar. No entendíamos nada, sin embargo tampoco esperábamos una respuesta. Las páginas seguían pasando y sin contar algo concreto, sin contar algo bonito.

Así llegó a la mitad del libro, estaba harta. No entendía la historia que el autor intentaba contar; debía seguir caminando para llegar a alguna parte. Respiró fuerte, muy fuerte. Y se decidió ponerse en camino, pero a los tres pasos, paró. Estaba cansada, total no sabía donde estaba, ni a donde llegaría.
Intentó recordar como había llegado a esa carretera, no hubo respuesta. Realmente no sabía que hacer.

Mientras miraba las nubes pasar, alguien la llamó por teléfono. En ese instante, se le escapó una sonrisa, alguien se preocupaba por ella. Miró al móvil, y al instante lo apagó, era una compañía telefónica que le intentaría venderle una nueva tarifa.

Comenzaba a estar mosqueada, en esta era de comunicación constante, porque nadie le preguntaba como había pasado la noche y  así la rescatarían de esa carretera infinita que no sabía a donde llegaba.

Empezó a golpear piedrecitas que encontraba por el camino con sus pies descalzos. Eso significaba una cosa, se ponía de camino para llegar a algún sitio. Después de caminar, un buen trayecto, le comenzaba a doler los pies.

Estaba hasta las narices; no sabía donde estaba, la carretera no terminaba, nadie pero nadie le hablaba (y ella demasiado orgullosa para hablar a alguien). Tenía ganas de chillar, así lo hizo, total estaba sola.

En ese instante una moto se paró. Era un chico bastante atractivo, se quitó el casco y lo único que le preguntó fue que hora era.


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