Caminaba sin retorno, apagando las colillas en cedidas con sus pies descalzos. No sabía hacia donde mirar, ni a donde ir. Se sentía libre desde hacía mucho tiempo que no lo hacía, tanto que ya ni se acordaba de lo que no era recordar nada.
Se despertó en medio de la carretera con los zapatos en una mano y sosteniendo un libro que no conocía que historia contaba. Miró alrededor para intentar recordar algo de lo que había pasado. Todo le era familiar, como aquellos domingo en el río a las tres de la tarde con su familia y sus amigos. Esa felicidad absoluta, plena y sincera; volvía a ella. No entendía nada. Su largo vestido blanco, casi transparente y algo manchado por los acontecimientos de la noche anterior, bailaba al son del viento.
Por encima llevaba una americana algo grande, que cierta persona amable le había dejado sin esperar nada a cambio.
Intentaba llegar a alguna parte, pero no sabía bien por donde ir. Cerró los ojos, e intentó guiarse por sus sensaciones o presentimientos, lo que casi acabó consiguiendo fue una pierna rota por un coche a gasolina.
Se sentó en el borde de la carretera, a ver como la mañana llegaba ya a su fin. Miró al sol que en ese momento tanto la quemaba, intentó buscar sus gafas de sol en el bolso de mano. Obviamente no estaban. Miró su teléfono, y no tenía ninguna llamada perdida. Lo apagó, y tres minutos más tarde, lo volvió a mirar, pero seguía igual que antes. Ni un misero mensaje de alerta, de auxilio o de amenaza.
Nadie la reclamaba.
Se sentó a esperar, pero nadie se la rescataba. Así que respiró hondo, y salió a encontrar el camino que le llevase al lugar de vuelta. Ese lugar, a las tres de la tarde.
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